
Por Luisa Moncada
Monseñor Óscar Armulfo Romero y Galdámez escribió su legado en la década de los 70 cuando en su país, El Salvador, se sufría la más cruenta ola de represión militar y sangriento conflicto social. Romero alzó la voz para defender a los oprimidos, pedir justicia y exigir un alto a las violaciones de derechos humanos cometidas por el Ejército y la Guardia Nacional de la época, en contra de los más vulnerables.
Pedir que hubiese justicia en un país donde la vida de las clases desposeídas carecía de valor y reinaban la marginación social y la violencia ejercida desde el Estado mismo, tuvo consecuencias; Romero fue asesinado de un disparo certero en el corazón un 24 de marzo de 1980, mientras celebraba una homilía, justo en el momento de la consagración.
A pesar de que su asesinato fue presenciado por más de 150 personas, aún nadie ha pagado condena por el crimen y este sigue impune.
El inmenso amor que tuvo a su pueblo y su decisión de vivir el evangelio a profundidad y con coraje, fue reconocido por el Vaticano el 14 de octubre de 2018. Ese día, el obispo mártir se convirtió en Santo, rodeado de miles de sus seguidores que al fin pudieron tocar a un «Santo» que era tan de su pueblo, como ellos mismos.