Por Ramón Rivas
Cultura – En Ilobasco, como en cualquier otro poblado del país, se les rinde tributo a los familiares difuntos, pero ya no como antes. Sí, siempre se les guarda respeto a los muertos, quizás más que a los vivos.
Se le teme a la muerte, pero al mismo tiempo hay burla contra la muerte, se hacen chistes sobre ella y se habla de ese momento con facilidad y frialdad. Pero en los cantones, caseríos y hasta, en la ciudad misma, la gente cree en otra vida después de la muerte.
El campesino aún es temeroso y respeta las prácticas que, a su vez, son producto de una amplia tradición. A los muertos se les reza, se les respeta, se guarda luto por ellos y se les ofrecen velas encendidas y flores, hay gente aún que come contorno a las tumbas el día de los Santos Difuntos…. A los muertos se les brinda tributo y devoción.
En los cementerios, los hombres se quitan el sombrero en señal de respeto; hay que persignarse ante la tumba de los difuntos. La fiesta del 1 y 2 de noviembre es ya mezcla de culto religioso y un trasfondo popular tradicional.
Hasta 1940, era como que la gente buscaba en el difunto la oportunidad para entregar sus ahorros al sacerdote para que éste hiciese los responsos por la nutrida cantidad de ánimas en el purgatorio. El padre Chinchilla y luego el padre Miranda no alcanzaban con tanta gente que solicitaba de sus intercepciones, tanto en el cementerio de El Chaparral (conocido como el cementerio de los pobres como en el cementerio de los ricos).
La ofrenda consistía en obsequios y una cantidad de dinero definida; y el sacerdote soltaba nombre tras nombre. Eran responsos rezados y cantados; unas frases en latín urgente: una rociada con agua bendita bastaba para cumplir con el sacro deber de honrar a los muertos.
El sacerdote, pasado el mediodía, recorriendo los cementerios. Lo mismo hizo el padre Luis Cuellar. Los sacerdotes holandeses que llegaron a mediados de la década del sesenta, poco a poco fueron cambiando esa tradición.
En los cementerios, se bebía aguardiente, y los familiares reunidos comían a un lado de la sepultura. Se hablaba, enfloraba, había música y hasta llanto con profusas lágrimas. Entrada la noche, los cementerios iban quedando solos. La iglesia, el cementerio y la cantina eran los tres instantes de un proceso en el Día de los Difuntos.
El 1 de noviembre se celebra en el cementerio de los ricos, y el 2 de noviembre en el cementerio de los pobres. Si bien es cierto ya no se efectúan responsos a domicilio, es ahora en las iglesias en donde se celebra la misa a los santos; pero la gente, desde muy tempranas horas, abarrota los cementerios. Las tumbas son limpiadas y a su vez pintadas.
Los familiares que se congregan y vienen de todas partes del país aprovechan para visitar a sus familiares e ir juntos al cementerio para ver la tumba de sus familiares difuntos: los recuerdos de cómo era en vida vienen a la mente.
La tumba se adorna con la debida dedicación con flores naturales, de papel encerado, gallardetes, etc.
En otros tiempos, en los cementerios eran buenas cantidades de hombres y niños los que se dedicaban al trabajo remunerado de limpiar, ‘chelear’ con agua y cal y pintar bóvedas y letras desteñidas, ofreciendo color dorado o plateado. En coro se escuchaba el grito de niños y adultos: “¡Le pintamos las cruces y le damos la letra dorada!”.
En la calle y en la entrada de los cementerios son cientos de comerciantes, ofreciendo desde flores, cortinas, candelas, bebidas, pasteles, hojuelas con miel de panela, tamales y hasta jícamas, ya que es la época cuando inicia la cosecha de este tubérculo. “Es un deber para los que quedan visitar y enflorar a sus seres queridos ya muertos en el Día de los Difuntos.” Ese deber se nota muy claramente en Ilobasco.
Mientras tanto, en el «cementerio de los ricos», así como en el «cementerio de los pobres», -como son conocidos por los pobladores – cientos de personas se congregan el 1º. de noviembre – en el cementerio de los pobres- para enflorar a sus muertos y saludar a familiares y amigos.