Del buen recuerdo de la “Calandria”, la revelación de mujer: Crónicas de Ilobasco

En este sentido, las trabajadoras del sexo y las casas de cita en la ciudad, si bien es cierto todo mundo sabía dónde se localizaban y quién de los pobladores la frecuentaba, cada quien hacía como que no sabía nada.

Por Ramón Rivas

La vida, y con ello la diversión de los pobladores del Ilobasco de mis recuerdos, hasta entrada la década de 1960, se desarrollaba en la misma ciudad; y salvo en caso necesario se salía a otros pueblos.

La gente buscaba el cómo divertirse y hasta liberarse de quién sabe qué. Era el tiempo, en Ilobasco, en el que el supuesto anonimato suponía una norma y un valor social importante, sobre todo si se trataba de la vida en un ambiente en donde aparentemente todo se sabía; y era mejor pasar por no saber nada.

En este sentido, las trabajadoras del sexo y las casas de cita en la ciudad, si bien es cierto todo mundo sabía dónde se localizaban y quién de los pobladores la frecuentaba, cada quien hacía como que no sabía nada.

Ilobasco de antaño (Fotografía:Cortesía)

Algunos pobladores —hoy de mediana edad y otros ya ancianos— recuerdan con suspiros los encantos, fragancia y charme de La Calandria, que, según recuerdan, “por su belleza era la reina de todas; se veía siempre fresca, labios jugosos y bien pintados, pero además con un estilo, cuerpo y todo parecido a una escultura de Davinci o Miguel Ángel.

La mujer, dicen, era toda una revelación….

“La Calandria es y será la mujer más natural que jamás existió en el pueblo”, me comento alguien con un suspiro. Eso sí, los hombres afirman que ‘la bella mujer’, no comulgaba con cualquiera. Le gustaban los hombres apuestos, bien vestidos, perfumados, pero sobretodo que no despidieran tufo a muerto; pero a nadie le negaba una sonrisa y hasta algún pispileo”.

Un informante me comentó que “esa preciosidad de mujer podía, en nuestro medio de pobreza y pueblerino, darse el taco de ser elitista, pero a todos nos caía bien. Y es que, por los relatos, la mujer llegó a crear mitos entre aquellos que afirmaban compartir el placer de la ilusión y la realidad consumada en fantasía”.

Otros me describieron la cama y me decían que esta era un catre largo y ancho con cuatro trancas, una en cada esquina y de ahí colgaba una especie de mosquitero que cada semana los días lunes lo cambiaba. “Ese enorme toldo, me dijo un informante, parecía de esos que se ven en las películas de Aladino”. “El toldo, dependía una fragancia fresca, lo que hacía más placentero el rato y que se impregnara el cliente pero que al ya estar en la calle, desaparecía”.

A los de alcurnia que la visitaban, sobre todo si eran ya viejos, les ponía música suave de algún clásico. “Hubo un desesperado señor, me dijo un informante, que en un determinado momento le gritó, ‘apaga esa mierda que no me puedo controlar”. En fin, la bella mujer era toda una revelación en ese mi pueblo que apenas daba gateos de niño mocoso.

Pero además de la incomparable Calandria, en la creciente ciudad había mujeres que, por un desliz del destino, las había empujado en ese trabajo, y con ello poder alimentar a sus hijos que cada vez pedían más comida y a lo mejor estudio. Y los hombres, casados, solteros y cipotes ya atrevidos, no les daban la espalda, “siempre y cuando prevaleciera la confidencialidad”.

En la esquina de la hoy famosa calle Tobogán, en unos cuartos destartalados con paredes de bahareque de un mugroso mesón; la Mulona, la Culo de hierro, la Gustosa, la Flor de mayo y la Chus peseta, atajaban a los jóvenes y viejos que rondaban el lugar con cara de babosos, pero como disimulando buscar una aguja de en medio del empedrado de la calle.

Los niños, de camino a la escuela, que tenían que pasar frente a las decididas mujeres sabían, como por intuición, que había que cuidarse de algún guacalazo de agua con quien sabe que porquería que las afanosas tiraban a la calle después de cada consumación. Pero allá en El Bambú, a un lado del “cementerio de los ricos”, la “viejita Rosa” y tres pupilas más, en día domingo, atendían la fila de hombres que nunca terminaba, ya que cada vez se agregaban más de los recién llegados de los cantones.

Pero cuando se iniciaron los trabajos de la presa de El Cerrón Grande, en 1972, frente a La Ceibita, los burdeles improvisados, desde las once de la mañana hasta bien entrada la noche, hacían derroche de música ranchera; y allí mujeres y aguardiente con los trabajadores de “El Cerrón” eran el “con qué” de cada día.

Esto no quiere decir que alguno que otro atrevido de Ilobasco no visitó esos lugares en donde tres y hasta cuatro mujeres bailaban desorbitadas al son de la cinquera.

Entre todas esas mujeres, especializadas en escuchar deseos y frustraciones, desahogos, romper corazones y hasta consejeras, fue la “viejita Rosa” la que aseguran que más resistía los embistes de los visitantes. “Era tranquila y no mostraba cansancio.” Pero de todas ellas, fue La Calandria, la que más destacó y la más buscada y deseada por viejos, jóvenes y adolescentes.

No era de extrañar ver salir a los ya satisfechos atrevidos con cara de orgullo y más de alguno silvando la canción: “¡En una jaula de oro pendiente de un balcón estaban una calandria cantando su canción”