Por Alberto Barrera
El Salvador – La foto en blanco y negro, en medio de cientos de imágenes de familia, me evocó recuerdos de más de 50 años atrás. Los rostros circunspectos, incluido el del sacerdote, parecían adelantar un mal presagio por todo ese futuro inmediato de violencia de varias décadas en que se sumió el país.
Dos de los siete de la foto fueron asesinados; uno en los 80 y otro en el posconflicto violento de las pandillas. Otros dos fallecieron en distintas circunstancias.
En los semblantes, pese a la seriedad, se nota la juventud, sencillez y nobleza. Como sumidos en un letargo, pareciera que el tiempo se detuvo en 1969, cuando el futuro –como hoy- era incierto pero con preocupaciones propias de la época.
Era diciembre y quizás pensábamos en los festejos de fin de año, luego de lo peligroso que había sido julio por la corta y sangrienta guerra de 100 horas con Honduras o “la Guerra del Fútbol”. Nuestros vecinos se volvieron acérrimos enemigos por razones que entonces no entendimos; o porque los medios en los dos países nos daban versiones oficiales cargadas de propaganda.
Tal vez nuestro aspecto, casi sombrío, era por preocupaciones personales, acaso sueños de lograr algo mejor, pues la situación no pintaba bien. Al año siguiente aparecieron los primeros grupos guerrilleros urbanos y no hubo fuerzas, ni razones para detener la sangrienta guerra civil en los 80.
Pero no sabemos qué pensaba cada uno. Tengo recuerdos vagos a mis 15 años de lo tarde que llegaría a una fiesta por el bautizo de Maxi, nuestro primer ahijado con mi hermana Ana Hilda.
En las instantánea el fotógrafo, especialista en bautizos, bodas, confirmas y primeras comuniones, u otras ceremonias en el templo La Asunción de Mejicanos, también captó ojos y rostros curiosos atrás o un lado de los protagonistas.
El Sacerdote
El sacerdote abandonó sus hábitos católicos después de 11 años y se incorporó a la Iglesia Episcopal Anglicana de la que fue su primer Obispo, Martín Barahona.
Al principio no lo identifiqué y lo confundí con Ernesto Barrera, pero por consultas a sacerdotes, miembros de la comunidad católica de base en la colonia Zacamil y una autoridad de la iglesia se determinó que era el obispo Barahona, fallecido de cáncer a los 76 años el 23 de marzo de 2019.
El joven padre Ernesto Barrera murió en combate con militares en la colonia La Divina Providencia, al sur de San Salvador, el 28 de noviembre de 1978 al lado de un grupo guerrillero. Fue sepultado en ese templo de Mejicanos y a su sepelio asistió el arzobispo de San Salvador, hoy primer Santo de la Iglesia Católica Oscar Arnulfo Romero.
Larry Rajo, ordenado sacerdote dominico y luego dedicado a otras labores sociales, miembro de esa comunidad en la colonia Zacamil junto a su madre Marina, preguntaron a conocidos, entre ellos el sacerdote belga Rogelio Poncelle, a su madrina -la religiosa Nohemy Ortiz-, dos mujeres Victoria, casada, y Clelia, bautizada, por el padre Barrera y concluyeron que no era él.
También consultaron al Canciller de la Arquidiócesis de San Salvador, Monseñor Rafael Urrutia y aseguró que no era Barrera. Todos concluyeron que era el obispo anglicano Barahona. “De él se trata”, sostuvo Larry sonriente. En esos años “él oficiaba misa en esa parroquia”.
La copia de la foto llegó a otras manos para confirmar la identidad del sacerdote, entre ellas a Susana Barrera, colega cercana al fallecido Obispo Barahona: “no me cabe la menor duda que es él desde la posición de sus manos…sus ojos y la nobleza en su rostro.” Le decían “padre Chusito”, el que oficiaba misas los lunes y era “el cura de las prostitutas”, porque eran sus feligreses.“Cada una de las personas en esa fotografía tiene una historia que está viva”, dijo Susana con vehemencia al comentar la vieja imagen.
Víctimas de la guerra y las pandillas
En los años 60 vivimos una época de revueltas políticas y huelgas. En los 70 fraudes electorales, euforia y presencia callejera de los grupos de masas y en la década de 1980 una guerra cruenta, para que luego de la firma de la paz en 1992 surgieran con furor las pandillas, que de juveniles pasaron a grupos delincuenciales organizados.
En ese ambiente de guerra y posconflicto, Gregorio y Maximiliano, dos de los siete en la foto fueron asesinados con saña y nunca se les hizo justicia.
El primero fue Gregorio Pineda, el joven veinteañero (en la foto en segundo plano). Un apuesto campesino que llegó a la capital inicios de 1960 desde su natal San Matías, al norte de La Libertad, en busca de un mejor futuro y se acomodó a la modernización urbana.
Su vida en esos años fue relativamente feliz. Tuvo una juventud con carencias pero alegre ya que tenía éxito con las mujeres, le gustaba ir a ver las películas de vaqueros y trataba de imitar a esos fulgurantes actores del cine estadounidense, principalmente a James Dean. Pero comenzó a ingerir bebidas alcohólicas, se acompañó con Gloria, quien compartió el consumo de licor.
Luego de un grave error durante una borrachera se arrepintió y se afilió a una iglesia evangélica. Junto a su familia, la pareja y dos hijos, se fueron a vivir a una lotificación marginal entre San Marcos y Santo Tomás en donde un día, en medio de la guerra, llegó un comando guerrillero en buscaba de un tal Goyo, que era “oreja” del ejército.
No era el Gregorio que buscaban y lo negó con certeza, pero los rebeldes no le creyeron y lo lanzaron con violencia al suelo, profirieron improperios y acusaciones frente a su esposa y dos niños. No valieron negativas ni ruegos. En el piso y boca abajo acabó su vida con varios disparos, dijeron después familiares.
Maximiliano o Maxi como siempre le llamamos a aquel niño blanco, rubio y regordete en la foto de su bautizo a los ocho meses de edad, nació con problemas psicomotrices. Sus dificultades para desarrollarse las compensaba con irradiación de amor y entusiasmo por la vida.
Jamás estudió, ni aprendió a hacer nada. Ya adulto vagaba y visitaba familiares o amigos. Simplemente se subía a los autobuses y no pagaba. Las primeras veces conductores o cobradores le cobraban el pasaje, pero no les hacía caso, comprendieron. Algunos fueron sus amigos.
Iba a las fiestas que amenizaban orquestas o bandas populares en la antigua Feria Internacional, tampoco pagaba. Decía ser amigo de René Alonso “Pura Uva” y sobrino de Arnoldo Flores, el director de la famosa orquesta vicentina por los vínculos familiares con los Barrera. Ellos sabían de él y sus andanzas, su gusto y amor por la cumbia por lo que siempre entraba gratis.
Luego le gustó involucrarse en actividades políticas del partido Fmln y acudía a sus mítines y otras actividades. Un domingo 7 de julio de 2014 asistió a una actividad y al volver tarde a su casa se detuvo en una pupusería cercana al lugar en que residía, al lado de la colonia Delicias del norte de Mejicanos. Pidió un refresco y se sentó frente a una mesa desocupada.
Un viejo microbús se detuvo enfrente del merendero y se bajó un joven. Entró, lanzó una mirada al lugar y se dirigió a la mesa en la que Maxi tomaba su bebida. Sacó una pistola y a quemarropa le hizo cinco disparos al rostro. Seguro lo vio con sus ojos claros y perturbados. No se movió más, su cabeza se dobló hacia adelante y el cuerpo inerte sobre la mesa ante el espanto y pavor de los clientes dominicales, dijeron testigo del crimen.
Muchos presentes en el lugar le conocían y no entendieron por qué su crimen. Maxi tenía 45 años de edad, pero nunca pasó de su niñez.
A su velorio llegaron militantes y dirigentes del Fmln, algunos funcionarios del gobierno del expresidente Salvador Sánchez Cerén, entre ellos el ministro de Justicia y Seguridad Benito Lara. Él y otros prometieron que investigarían el alevoso crimen de una persona indefensa. Jamás se supo nada de quiénes o por qué lo mataron. Militantes de rojo hicieron guardia durante la noche en honor del que fuera su compañero.
La muerte de Maxi coincidió con el aumento de asesinatos de las pandillas contra personas discapacitadas y 2015 fue de récord luctuoso por la violencia. Lara fue separado del cargo en enero de 2016.
Felipa Pineda madre de Maxi, la joven campesina que aparece en el extremo izquierdo de la foto, murió a inicios de enero de 2012 a los 69 años y Maxi la lloró inconsolable. Los tres sobrevivientes: Ana Hilda está pensionada y reside en El Salvador, Ricardo Pineda, tío de Maxi y cuyo rostro juvenil aparece al fondo de la foto vive retirado en California y yo escribo esta historia.
La fotografía volvió al cajón de los recuerdos familiares, pero dejó impresiones como la de Larry: “con mi madre nos reímos que vos bien cipote fuiste protagonista en la foto.”