Por Oscar Vigil
Toronto. Voy a comenzar diciendo que en Toronto, en general, la gente es respetuosa con las medidas dictadas por las autoridades para prevenir el contagio del Coronavirus. Pero obviamente nunca faltan quienes creen que dicho virus no se les pega a los idiotas y por tanto siguen haciendo su vida normal, como si nada pasara, con la seguridad de que a ellos el virus no se les va a acercar.
Así, algunos jóvenes, imprudentes por su edad, han hecho más de alguna fiesta; y también algunos adultos, imprudentes por su bajo número de neuronas cerebrales, no siguen las reglas sanitarias. Pero la policía siempre vigila, y si no es la policía, es el vecino, ese buen ciudadano que, asombrado por la insensatez de alguno, se encarga de dar parte a las autoridades.
Con la pandemia, la calle frente a mi casa volvió a ser una calle olvidada de barrio, como lo era hace 15 años que llegamos a vivir aquí, con muy poco tráfico de vehículos en la calle y alto número de perros, acompañados por sus dueños, caminando por las aceras.
Siendo este un barrio tradicional compuesto por adultos mayores principalmente de ascendencia italiana y portuguesa, y estando ya en las primeras semanas de la primavera, hoy todos los días parecen domingos por la tarde. Casi nadie en las calles, cuando más, los jubilados barriendo interminablemente sus jardines, cortando la maleza o preparando la tierra para luego sembrar flores y verduras en abundancia.
A tres cuadras de mi casa queda una calle principal, y aquí sí se ve un poco más de tráfico vehicular. Pero sobresale una larga fila de personas esperando entrar al supermercado del barrio, un popular negocio italiano que vende las verduras y carnes más frescas de la ciudad, así como también pan, lácteos y todos los productos que se necesitan para sobrevivir el encierro. Incluso está surtido con papel higiénico y desinfectante de manos, insumos muy preciados en estos días.
A escasos metros hay otro negocio en el que también se destaca la cola para entrar: una popular panadería colombiana en la que, además de pan, se pueden comprar chicharrones, chorizos, empanadas, morcilla y una gran variedad de comida saludable. Abundan las tortillas, los quesos y muchos productos nostálgicos. Pero pese a la alta demanda, en este negocio latino las medidas de higiene están en pleno rigor: dos metros de distancia afuera, mientras se espera, y adentro solo se permite a dos compradores simultáneamente.
Cualquiera que diga que los hispanos en Canadá son los que generan desorden, miente, aunque como dije arriba, nunca faltan los que creen estar inmunes dada su configuración genética.
Esta semana fuimos de compras al Costco. La fila para entrar era larga, todo mundo con guantes y mascarillas, dos o más metros de distancia y desinfección de las carretillas de compras antes de entrar. Adentro, poca gente a fin de garantizar el distanciamiento social, y prácticamente todos los productos disponibles, incluso papel higiénico, toallitas desinfectantes y muchos otros “tesoros” hasta hace poco escasos. Pero la sensación es extraña, pues, aunque el “warehouse” esté bien surtido y los precios mantengan sus márgenes de siempre, el semblante de muchos compradores parece sacado de guiones de películas como “Contagion” o “Virus”, de moda estos días en Netflix.
Algunos amigos salvadoreños dicen que la vida estos días en Toronto les recuerda aquellos ya lejanos tiempos en que en El Salvador regía la dictatorial “Ley Marcial”, periodo en el cual nadie salía de casa porque las autoridades tenían la orden de disparar a quien lo hiciera, y luego hacían las preguntas. O a los días de combate entre el ejército y la guerrilla, cuando la gente no solo se encerraba en sus hogares, sino que también se tiraba al suelo para cubrirse de alguna bala perdida. Pero cuando la balacera escampaba, la gente salía a comprar alimentos.
Con mi colega nicaragüense radicado en México, Guillermo Fernández, llegamos a la conclusión de que debíamos tener mucho cuidado en estos días de pandemia, ya que, si bien logramos sobrevivir a la sangrienta guerra y a los temibles escuadrones de la muerte de los años 80, sería un deshonor morir ahora atacado por un “pinche” virus.
El edificio donde se encuentra mi oficina, en el centro de Toronto, cerró desde hace más de tres semanas, por lo que llevo ese mismo tiempo trabajando desde casa y en los últimos días no me he subido a un bus ni al metro. Pero mis amigos cuentan que, a pesar de que las unidades de transporte colectivo suelen ir relativamente vacías, todo mundo circula con temor ante ese enemigo invisible llamado COVID-19.
La Comisión de Tránsito de Toronto (Toronto Transit Commission, TTC) dice que la afluencia de pasajeros ha bajado en un 80 por ciento, pero que algunas rutas mantienen altas tasas de ocupación principalmente en las horas pico de la mañana, es decir, hasta antes de las 7:00 a.m. A esas horas es que suelen viajar aquellas personas cuyos trabajos son considerados “esenciales”, pero por esenciales yo me refiero no solamente a los trabajadores de salud, de los supermercados y de los servicios de limpieza, que son entre otros los nuevos héroes de estos tiempos, sino también a las labores de los miles de personas que viven de forma indocumentada en Canadá. Porque sus trabajos son esenciales para poder pagar la renta, la alimentación y todo lo necesario para sus familias. Para ellos no hay ayuda oficial que valga hasta el momento.
Es importante tener en cuenta que en Canadá también existe la pobreza, con seguridad no tan extrema como en otros países del mundo, pero existe, y por lo tanto hay que entender que muchas personas no se quedan en aislamiento en casa simplemente porque no pueden. Porque si hay que elegir entre morir de hambre o morir de Coronavirus, se elige ir a trabajar a pesar del riesgo y de las advertencias.
Una medida “simpática” en los buses de la TTC es que los pasajeros solo pueden abordar por la puerta de atrás y ocupar los asientos que van casi desde la mitad para atrás. La razón: a pesar de contar desde antes con un vidrio protector, los motoristas se sobreprotegen de que nadie se les acerque. Estas son las maravillas del sindicalismo en Canadá.
Quienes ahora trabajamos desde casa deberíamos también poder sindicalizarnos, a lo mejor así podríamos obtener mejores prestaciones laborales en el hogar, dulce hogar, ahora convertido también en oficina, dulce oficina.
Porque ocupando el mismo espacio laboral con nuestras parejas, muchas veces resulta difícil coordinar las horas de las videoconferencias o teleconferencias, y cuando estas llegan de forma súbita, dependiendo del clima, alguien se tiene que ir al dormitorio, al patio o al recibidor de la casa. Y en esas relaciones donde ambos lidian con temas de medios de comunicación, muchas veces también es difícil coordinar las conferencias de prensa a monitorear, o los videos y/o audios a escuchar. Para mala fortuna, solo para algunos aparatos hay audífonos disponibles.
Con base a la técnica milenaria del ensayo y el error, mi esposa y yo hemos llegado al acuerdo no escrito de que durante la jornada laboral el otro no existe, excepto para los momentos de descanso o el almuerzo, y obviamente después del trabajo. Y si la jornada ha estado muy dura, pues hay que sacar a pasear al perro. Y digo al perro virtual, porque no tenemos mascota.
Pero así vamos ya sobre la cuarta semana de este periodo de obligada felicidad compartida en casa, con la esperanza de que la cuarentena termine pronto, pero con la certeza de que esto no sucederá en el corto plazo. Porque aún no se vislumbra la luz al final del tubo, digo, del túnel.