De cuando se despedía el Año Viejo en el Ilobasco de mis recuerdos

La costumbre era comer gallina en la ‘noche buena’ y algunos, los más acomodados, chumpe, es decir el pavo, pero el pavo americano, ese que se criaba entre las gallinas, patos, gallinas guineas y los cerdos en los patios de las casas. (Foto de archivo/referencia/ cortesía)

Por Ramón Rivas

Cultura – Entre alegría y tristeza por el año que estaba por terminar y rememorando los logros, las frustraciones y hasta las de amor ocurridas durante los doce meses que ya casi expiraban, la gente se preparaba para celebrar la noche buena. 

En el mercado, toda la semana la gente iba y venía, eran enormes cantidades de canastos y tumbillas cubiertas con redes de mecate levantadas en forma de arbolito y sostenidas por un palo que, colocadas en desorden sobre andenes y empedrados, servían de jaula a las gallinas y los chompipes que se ofrecía a los compradores. Se vendía de todo, hasta cusucos y garrobos.

Foto archivo/ ilustrativa/ cortesía

Aquellas aves respiraban pico abierto como ya para dar el último pataleo que amontonadas parecían cualquier otro bulto. Alguien me dijo algunos años después que allá por Cancasque y otros pueblos de esos bajos de Lempa, “gallinita o chumpe que daba la impresión de tener el ‘acidente’ pues rápido era llevada al mercado de Ilobasco”. Eran las gallinas de la Noche Buena convertidas en pan relleno y mucho más.

La costumbre era comer gallina en la ‘noche buena’ y algunos, los más acomodados, chumpe, es decir el pavo, pero el pavo americano, ese que se criaba entre las gallinas, patos, gallinas guineas y los cerdos en los patios de las casas.

Foto archivo/ ilustrativa/ cortesía

En las salidas del pueblo y a la sombra de los copinoles y los conacastes, arboles inmensos que abundaban contorno al pueblo y a un lado de los cercos de piedra, los días previos al ‘treinta y uno’, como decía la gente, las revendedoras se abarrotaban para negociar con los campesinos que llegaban desde sus cantones con gallinas, patos y chompipes bajo el brazo como si se trataba de periódicos enrollados.

Caballos, burros y mulas cargadas de leña, eran atajadas también por los comerciantes quienes negociaban las cargas de la leña codiciada, ya que las gallinas y el chumpe tenían que ser cocinadas con fuego atizado de leña de cicagüite; de lo contrario -de acuerdo a la creencia popular-, el sabor de la carne no era como tenía que ser.

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Las mujeres cocinaban toda la mañana para más tarde, después del mediodía, tener listos los tamales, los nuégados y el plato principal, ‘el gallo en chicha’ o el chumpe horneado, otros le apuntaban a los ‘panes rellenos’ que abundaban en casi todas las casas bien cubiertos sobre mesas debidamente preparadas para esa ocasión.

El resto de la familia se alistaba para la fiesta, la que daba inicio al empezar la tarde. Los radios y tocadiscos retumbaban de casa en casa y de algunos radios como coro desafinado se escuchaba, “¡Yo no olvido al ano viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas…! Me dejó una chiva, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra. ¡Ay, yo no olvido…! ¡Faltan cinco pa’ las doce, que el año va a terminar, me voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá …!

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En el parque y desde muy temprano de la mañana, los vendedores de billetes de lotería, ofrecían el ‘gordo’. ¡Juéguela, juéguela juéguela y péguele al gordo…!, gritaban, las vendedoras de muñecos de barro ofrecían, aún lado de las que vendían hojas de guineo para envolver los tamales, ahora ya solo Reyes Magos ofrecían.

Algunos años con una jaula en la que estaban encerrados tres canarios, un hombre mal hablado con los hombres, pero muy fino con las mujeres les hacía   extraer con su propio pico una tarjeta a todo aquel que previamente pagaba ‘una peseta’. En la tarjeta estaban los augurios del nuevo año resumidos en amor, dinero y salud que luego le agregaron los ‘viajes a la Usa’.

A tempranas horas de la mañana, la gente se vestía con las mudadas compradas para la ocasión en los almacenes de San Salvador o en Ilobasco mismo.

Los cipotes al caer la tarde, ya quemaban pólvora para rematar con todo a media noche. Había dos fulanos en el pueblo, quizá de los primeros que habían emigrado a los Estados Unidos, que acostumbraban, ya desde pasado junio, encargar a sus familiares la compra de pólvora y una semana antes del ‘treinta y uno’, volvían al pueblo y organizaban ‘la reventazón’ que de una fiesta popular por la dimensión y la cantidad de pólvora que quemaban, todo el ambiente parecía un incendio sin control.

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Los hombres con cara de pirómanos disfrutaban del estruendo, pero muchas familias llenaban las pilas de sus casas ‘por eso de vaya ser él diablo’. Hubo más de alguno que maldijo el desorden que amenazaba las casas de los vecinos; “formas raras y ‘bayuncas’ de divertirse” decían algunos. Otros, pero muy pocos, pasaban en los corredores de sus casas brindando al unísono del poema ‘Brindis del bohemio’ de Guillermo Aguirre Fierro.

La gente asistía a la misa a las once de la noche para procurar estar de regreso en su casa a las doce en punto que era la hora de los abrazos de año nuevo. Sólo iniciaba el primer campanazo del reloj de la iglesia San Miguel Arcángel y la gente salía en desbandada a las calles a recorrer los barrios para ‘dar el abrazo’; era la única vez en el año que en un pueblo en donde las clases sociales se dividían entre los de la ‘Jai lai’ de high life,  ‘las mengala’ y ‘los fueranos, quizá se abrazaban, y los jóvenes se aprovechaban de la ocasión para concretizar lo esperado todo el año y poder abrazar a la cipota de sus sueños o “pesadilla” o por lo menos un abrazo, aunque fuera al estilo ‘rozón’. Tiempos esos. 

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Hubo alguien que me contó que casi se ahoga ya que, en el parque de Los desamparados, con su novia, acordaron darse trecientos sesenta y cinco besos, uno por día por el caso que no se encontraran uno o varios días durante el año, pero fue tanto la concentración que ambos, pasados los cincuenta besos enmielados casi se ahogan de la emoción.

Pero la fiesta seguía y a medida que se hacía más de madrugada la reventazón de pólvora iba mermando; en muchas casas las fiestas familiares se habían convertido en verdaderos encuentros de conocidos y desconocidos; se bailaba, se comía, se bebía, y más de alguno terminaba llorando de alegría o de tristeza por el efecto de la embriaguez. ¡En la calle se seguía gritando… ¡Feliz año nuevo!

El primero de enero, las pozas de los ríos, principalmente el Frio, allá en el rio El Molino, eran puntos de encuentro de jóvenes y viejos. Otros se iban para el mar.