Por Dra. Margarita Mendoza
A veces nos rompemos la cabeza pensando en los regalos de Navidad, y mientras más originales o sofisticados sean, mejor creemos que serán. Las ofertas nos abruman, el presupuesto nos acosa, y nos cuesta decidir entre productos de última tecnología, ropa de marca o accesorios de moda. Sin embargo, pocos reflexionan sobre el hecho de que el verdadero regalo de Navidad no se encuentra en los centros comerciales ni se mide por su precio. No es la tablet, ni la cartera, ni los zapatos. No es el cinturón de cuero ni la corbata de diseñador.
El auténtico regalo de Navidad es aprender a celebrar cada día como si fuera especial. Nos lo recuerdan, con su ejemplo de vida, las personas discapacitadas o aquellos que enfrentan enfermedades crónicas. Para ellos, cada día es un logro, una oportunidad de superar dificultades, de adaptarse, de encontrar resiliencia en su vida cotidiana. Este ejemplo nos deja una lección valiosa: cada amanecer puede ser una ocasión para agradecer, y cada pequeño logro, un motivo de celebración.
Para muchos de ellos, algo que para la mayoría de nosotros pasa inadvertido, como levantarse de la cama o alimentarse, ya sea con ayuda o de manera autónoma, es motivo de alegría y satisfacción. Muchos celebrarán la habilidad de moverse por sí mismos, de hablar con claridad, o de comer sin asistencia.
Nuestra sociedad, en cambio, se ve a menudo atrapada por la ambición de poseer más y de experimentar situaciones extremas para sentir que vivimos plenamente. Este deseo por “tener” y “hacer” nos desconecta de la realidad, o al menos nos da una visión distorsionada de lo que realmente importa.
Damos por sentadas habilidades esenciales, como ver el amanecer, escuchar a alguien que amamos, leer, cantar, caminar… y aunque pensemos que “nos falta algo” para ser felices, ya poseemos mucho más de lo que creemos. Parece poco, pero en realidad es mucho.
“Disfruta de las pequeñas cosas, porque un día puedes mirar atrás y darte cuenta de que eran las cosas grandes», afirmó Robert Brault, un cantante de ópera estadounidense pero también conocido por sus profundas reflexiones.
Solemos descubrir el valor de algo solo cuando ya no lo tenemos, como aquel muchacho que alguna vez renegaba de su vida “miserable” y que, tras un accidente que lo dejó en silla de ruedas, ahora daría lo que fuera por volver a aquellos tiempos en los que era libre de moverse, sin limitaciones.
En mi caso, tengo mi propia historia sobre este tema. Mi madre tuvo toxoplasmosis no detectada en el embarazo y nací yo. Se notaba una malformación en mi oreja derecha: no oía bien y además que no veía en el ojo izquierdo, algo que recién fue descubierto a los 10 años cuando fui al oculista. Hice mi mejor esfuerzo y estudié todo lo que he estudiado sin que se notara.
Solo que era poco hábil en las actividades de motricidad fina, pero de eso solo se dieron en cuenta mi esposo y mis hijos. El resto no lo notó. Ahora que estoy algo mayor, las deficiencias empiezan a pesar más y entiendo muchos efectos del Toxoplama gondi y comprendo muchos problemas inexplicables en mi vida. Sin embargo, cada día es un regalo al ver cómo he superado y sigo superando todo eso.
Es que para una persona con discapacidad o una enfermedad, cada día es una oportunidad de aprender algo diferente, de descubrir otra forma de hacer las cosas, de ser paciente y resiliente, y de encontrar la belleza en cada detalle, por pequeño que sea.
La Navidad, en su esencia, es una época de compartir, de disfrutar y de celebrar con los seres queridos, pero, sobre todo, de reflexionar, de darnos cuenta de todo lo que tenemos, y de dejar de lado el deseo de lo que nos falta. Que sea un momento para detenernos, observar y agradecer. Para valorar cada día y a cada persona en nuestra vida. Para mirar lo esencial, porque ahí, en lo simple y en lo cotidiano, está el verdadero significado de la Navidad.