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¿Por qué mueren las personas?

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Por Julio Rodríguez / Periodista Iniciativa 3: Fe y Actitud

Como diría alguien, esta es la pregunta del millón de dólares: ¿por qué mueren las personas? La muerte es real e inevitable, pero aun así nos sorprende, nos duele y nos cuesta aceptarla por mucho tiempo, algunos unos años y otros se auto encarcelan para toda la vida.

Es como una vela que sabemos que se va a terminar, pero lo hace despacio, lentamente hasta dejar de iluminar, ya sea por una enfermedad o por el desgaste de los años de vida. Y en otras ocasiones se apaga violentamente. Lo cierto es que nadie está preparado ni para irse o dejar ir.

Hace poco conocí a Marina Esther, nombre ficticio de una mujer real que atraviesa uno de los dolores más profundos: la pérdida de un hijo, a quien amó con todo su ser, nunca lo dejó solo en sus batallas internas y en la tormenta de una enfermedad del alma, como es conocida por la Organización Mundial de la Salud, la cual le robó la paz desde adolecente hasta su juventud, su paz fue esporádica. Fue difícil para Ernesto, un nombre que usaremos para ese joven que falleción cuando le faltaba mucho por volar. Las noches de Marina Ester humedecian sus ojos y las oraciones eran interminables.

El mundo de Marina Ester se detuvo, cuando su hijo partió. Sentía que una parte de ella había sido arrancada de raíz. Sin embargo, con el paso de los días, comenzó a encontrar un pequeño alivio en la fe. Comprendió que ambos, de alguna manera, habían encontrado descanso: él, de los fantasma que lo atormentaba; y ella, del miedo constante de perderlo. “Lo sigo llorando —me dijo—, pero también le doy gracias a Dios porque ya no sufre, y porque puedo recordarlo con amor sin que la tristeza me destruya, pero resignarme en el Señor es mi paz”.

Para la muerte no hay edad, título, ni posiciones sociales que valgan. Muere el niño que apenas comienza a hablar y el anciano que ha visto de todo en la vida. Cierto, es un misterio complejo, pero la fe cristiana nos consuela que no es un castigo ni un final, sino el inicio de todo, una puerta abierta a otra vida, la revelación de una promesa divina: la transición hacia la eternidad prometida por Dios. Morir, en esa mirada de fe, no es dejar de vivir, sino volver al origen, regresar a la casa del Padre. La Biblia nos enseña que “somos polvo y al polvo volveremos” (Génesis 3:19).

Para muchos, sino es que para la mayoría, hablar de la muerte no es cómodo, pero es necesario. Nos recuerda que el tiempo que tenemos es limitado y que vivir con propósito es la mejor preparación para morir en paz. Muchos viven huyendo del tema, como si negarla la hiciera desaparecer. Sin embargo, pensar en la muerte no es ser pesimista; es ser consciente de la fragilidad que nos habita y de la urgencia de vivir mejor.

Ante la muerte todos somos iguales, pero como llegamos a la cita nos diferencia, con la fe de haber hecho bien las cosas, de haber vivido con propósito y con la fe de un nuevo despertar, allí la carga del creyente que pierde a un ser querido cambia o aligera el dolor. Entonces ambos se liberan y pueden estar en paz.

El dolor no se puede evitar, pero sí la forma de enfrentarlo. Podemos quedarnos encarcelados esperando una respuesta a “¿por qué?”, o avanzar hacia la comprensión del “para qué”: ¿para qué vivimos, para qué amamos, para qué seguimos viviendo?

Dios no se equivoca. Todos tenemos un día y una hora, ni antes, ni después si vivimos conforme su idea de habernos creado, pues él nos dio la vida, también nos da el descanso eterno.

¿Por qué mueren las personas? Porque la vida, en su grandeza, también incluye la muerte. Porque somos peregrinos y en este mundo estamos de paso.

Morir no es caer en la nada, sino completar el viaje. Y quienes creemos en Cristo sabemos que este viaje no termina en una tumba, sino que continúa en la luz de la eternidad. Por eso, aunque duela despedir, aunque lloremos la ausencia, podemos mirar al cielo y decir con actitud “Un día estaré en esa cita, debo vivir mejor”.

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