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Recuerdos de las moliendas durante el mes de noviembre en el Ilobasco de antaño

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En todas las entradas a Ilobasco se podían ver las carretas tiradas por bueyes, cargadas de caña rumbo a las moliendas
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Por Dr. Ramón Rivas/ Antropólogo UTEC

Cuando los vientos de noviembre se dejaban sentir no solo levantaban el polvo de las calles empedradas, sino que traían diversos aromas entre malos buenos olores. En Ilobasco, en la entrada de la ciudad y a un lado de la cárcel, estaba la molienda de don Pedro Escobar; y aunque la niña Paca, su esposa, no era mezquina con la dulce espuma, que se producía al hervir el jugo de caña en el perol, la gente prefería visitar las moliendas del contorno de la ciudad para degustarla. Allí eran famosas las moliendas de los Rivera, los Fuentes, los Alfaro, los Crespín, los López y los Abarca pero muchas otras.

Por todos lados, en las partes planas que circundaban el municipio, se observaban los cañales, que cuando floreaban recordaban aquel inspirado poema de Alfredo Espino que rezaba: “¡Eran mares los cañales que yo contemplaba un día…!”.

En la época también abundaban los maicillales, que con el viento se mecían como arena floja en el desierto. Bandadas de codornices surcaban el cielo y los abundantes conejos cruzaban los caminos. Eso sí, en todas las entradas a Ilobasco se podían ver las carretas tiradas por bueyes, cargadas de caña rumbo a las moliendas. Los caminos se llenaban de zanjas por el filo de las ruedas, y el hedor a mierda de vaca se confundía con el aroma que salía de las moliendas. Los cielos eran claros por efecto del viento, y no era extraño también ver bandadas de azacuanes que emigraban de norte a sur.

Eran procesiones de jóvenes y viejos, en grupo, los que se dirigían rumbo a las moliendas, y algunos hasta llevaban guitarra. Se cantaba solo por cantar, y se les entonaban canciones a las mujeres. Entrada la madrugada, la gente regresaba a sus casas en el pueblo. Más de alguno recuerda su primer encuentro y ese beso enmielado, en la época de la zafra, con la que después llegó a ser su novia, y que ahora ya son abuelos o bisabuelos.

Durante la noche, el bagazo de la caña tendido sobre el suelo, retorcido por los dientes de los trapiches de palo, parecía una extraña alfombra natural al ser iluminada por los reflejos plateados de la Luna. La gente se arrimaba a los peroles para saborear a dedazos la espuma. La molienda, como tal, era toda una organización. Así, había cañeros, carreteros, moledores, un puntero que tocaba la miel hirviente para tantear el punto, sacatrapos y horneros. Todos tenían su propia tarea. Se trabajaba día y noche.

La primera espuma se conocía como mozote, y nadie la probaba, pero luego iba apareciendo la espuma negra; y, a medida que pasaba el tiempo y se atizaba el fuego, empezaba a salir, poco a poco, el vicio, la miel del dedo, la miel de mesa, que era la que ya casi daba el punto para sacar la perolada y cuajarla en los largos moldes de palo de mango, que tenían tallados a mano huecos grandes en forma de vaso, para producir el dulce de panela. Las mujeres, una vez frío y endurecido el dulce envolvían en tuzas dos trozos, uno punto a otro por uno de sus extremos, y lo ataban con pita de tule, por eso ya terminados se conocen como “atados”.

En las esquinas y contra las paredes de adobe de los montones de atados se apilaban, para luego ser colocados en una matata de pita para ser transportados en carreta los domingos a primera hora. Allá, en el pueblo, los compradores del dulce se apostaban a la entrada; y eran ellos los que se encargaban de distribuir el dulce por todos los rincones del país. La gente disfrutaba empezando por el jugo de caña para terminar con la miel del dedo, la melcocha y los batidos, y ya empalagados no quedaba más que correr en busca del cántaro de barro rebosante de agua fresca que estaba sobre un yagual hecho de bagazo de caña debajo de algún amate, que eran árboles que abundaban en la zona de la molienda. Una guacalada de agua era suficiente para calmar la sed, para pronto volver a los peroles llenos de rica miel hirviendo y seguir saboreándola.

Mientras tanto, los encargados de batir la miel en los peroles no perdían tiempo; y con su movimiento hacían bailar las paletas de madera que golpeaban contra el perol la miel a todo vapor, produciendo un sonido huevo pero con ritmo. La gente improvisaba las cucharas de pencas de piña y de las mismas cáscaras de caña para saborear la miel, acostumbrados a reconocer el mero punto de cocción. Junto a los peroles con la miel hirviendo, se cuchareaba la espuma hasta volverse a empalagar. Los bueyes daban vueltas y vueltas moviendo el trapiche que trituraba la caña, y el molendero los hacía caminar llamándolos desde “pajaritos” hasta “bueyes hijos de puta”… Más de algún emborrachado con chaparro, abundante en esos tiempos, opinaba que a los bueyes ni tiempo les quedaba de bramar, a lo que otro compañero de la misma botella le respondía que a lo mejor los bueyes se habían mareado de tantas y tantas vueltas que le daban al trapiche, que hasta la hacían rechinar.

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