Por Francisco Ayala Silva – Arkansas, Estados Unidos
La bala que mató al arzobispo lo encontró de pie en el centro del altar, luego de la homilía y en el breve silencio que precede al credo. En esa pequeña mudez la bala, pudieron ser dos, voló por la nave central, entre las bancas y hacia el altar, en la capilla de un hospital fundado por monjas para enfermos de cáncer y para los devorados por la miseria.
El arzobispo, lector infatigable, usaba gafas de montura gruesa. Quizás vio a su asesino apuntarle en la puerta de la iglesia.
Era 1980 y cadáveres aparecían por decenas en basureros y hondonadas. A veces aparecían en las esquinas a la vista de los niños. A veces solo aparecían cabezas, o una mano, o no aparecía nada, aunque decenas de madres, esposas y hermanas se fatigaban buscando a sus hijas e hijos en cuarteles y delegaciones. El Salvador nunca ha estado quieto. La pequeña tierra volcánica donde los cráteres forman lagos color esmeralda, nació como heredad de pocas familias que, generación tras generación, defendieron sus privilegios contra los desposeídos, con garrotes y fusiles que empuñaban otros desposeídos.
Los garrotes y fusiles se multiplicaron en los años setenta cuando obreros, estudiantes, maestros, agricultores y muchedumbres se negaron a seguir desposeídos. El gobierno multiplicó las muertes, las torturas y los exilios. El futuro arzobispo era entonces obispo de una zona agrícola, bella, agreste y pobre. Le llamaban conservador y el gobierno se alegró cuando fue nombrado Arzobispo de San Salvador, pero poco duró la alegría. Diecisiete días después, fue asesinado su amigo, el jesuita Rutilio Grande, junto a un hombre anciano y un hombre muy joven, sus amigos. Ese día Óscar Arnulfo inició su conversión en Monseñor Romero.
Predicó contra la violencia y lo amenazaron de muerte. Habló contra la pobreza y fue maldecido en los clubes de whisky y meseros de saco blanco. Visitó a los desposeídos y le mataron a sus sacerdotes, fin que también compartieron campesinos, obreros, maestros, catequistas, estudiantes, quienes morían una y otra vez. Contra todo eso habló en la radio y le dinamitaron la radio y, cuando la radio revivió, la volvieron a dinamitar. Hasta que llegó la tarde de su asesinato, 24 de marzo de 1980, y la masacre en su funeral, masacre de desposeídos. Esa noche hubo brindis en los casinos.
Su muerte desencadenó una noche que duró una década. Fue la Guerra Civil salvadoreña, uno de los capítulos de la Guerra Fría, peleado en una nación tan pequeña que, en los mapamundis, su nombre es tan grande como ella misma. Los muertos pudieron ser 80 mil, hubo 8 mil desaparecidos y un millón de personas abandonaron sus hogares. La mitad de ellos se fue del país y muy pocos regresaron.
El siguió vivo. En su sepulcro en la catedral siguió vivo. Vivió en su sucesor Arturo Rivera y Damas, que fue valiente como Monseñor Óscar Arnulfo Romero sin el privilegio del martirio. Vivió la llegada de la paz y el amanecer de la esperanza, el reinicio de la angustia, vio como barrios y villas enteras caían en poder de forajidos y como los que combatieron en las montañas en nombre de los desposeídos llegaban al poder y creaban sus propios casinos de whisky y habanos. Con los redentores en el poder se mata casi tanto como cuando un arzobispo cayó abatido.
Y sigue vivo. En cada esperanza vive y en cada joven que dice “no” y dice “no” a la violencia. Será santo, pero no lo busques en nubes ni altares. Búscalo sobre tu hombro y allí está, y te mira a los ojos.