Por Ramón D. Rivas
El Salvador – La farmacia Cruz de Magdalo (entonces botica Cruz Roja), ubicada en Ilobasco, Cabañas, con su peculiar aroma – mezcla de químicos, medicinas, alcohol y otros – avisaba su inmediata presencia en el lugar.
Fue fundada cuando los mismos médicos preparaban las medicinas. El recetario, en el creciente pueblo, era don Raymundo Acevedo. Él era quien preparaba las fórmulas, y de allí salían las pomadas: La hedionda, contra inflamaciones; el yodo y el azufre, para cicatrizar heridas y granos; el cerato simple, efectivo cicatrizante; El soldado, para curarse de las «chichuizas», y el ungüento de Altea, que frotado cura el catarro de pecho; el Papel 50 curaba el dolor de muelas; los purgantes para limpiar el estómago; los jabones contra piojos; y el aceite de hígado de bacalao, para cipotes en edad escolar.
Ya más tarde, era la Lombrisaca la más solicitado por los pobladores, que su efecto que hacía hasta vomitar las lombrices a algunos.
La Cruz de Magdalo es la farmacia más antigua de Ilobasco. Graduado de Medicina en la Universidad de El Salvador, en 1904, el doctor José Magdaleno Abarca emigra al poblado de Santo Domingo para fundar la botica local; pero en 1905 se radica para siempre en Ilobasco, cuando se casa con doña Elisa López, miembro de las familias fundadoras de la ciudad, y crea la entonces farmacia Cruz Roja.
Era la botica del Almanaque Bristol y de los calendarios de fin de año que colgaban de paredes y canceles en las casas del pueblo. Además de médico, el doctor Abarca fue alcalde, juez y diputado en la época cuando Maximiliano Hernández Martínez era presidente de la República, en compañía de todo su gabinete, quien lo visitó varias veces para almorzar con él.
Aquel era el tiempo en que, a los médicos, la gente, en agradecimiento, les regalaba frutas, gallinas y hasta las primicias del maíz y frijol del año. El médico valía, se le respetaba. Estudiar medicina significaba saber francés, pues “el conocimiento venía de Francia”.
En vida visite a doña Carmela Abarca, que en paz descanse, de grata recordación y muy querida en el pueblo y en sus 18 cantones, ella fue heredera de la tradición; y, aunque no era médico de profesión, era la mujer más conocida del municipio, y, a sus más de ochenta años, muchos ahora radicados en los Estados Unidos añoran sus medicamentos, así como sus prácticas y recetas.
“Mi papá me llevaba para que le ayudara, y así aprendí las fórmulas para hacer medicinas” –me dijo ella-. Los domingos se formaba un desfile de gente preguntándole por cualquier medicamento. Cientos de medicinas albergan los estantes, y la buena señora sabía dónde se ubicaban y para qué servían.
Fíjese, niña Carmela, que no me baja la leche, y por más que me aprieto la chiche solo una gotita me sale” -le decía una mujer-. “Tome levadura de cerveza o las pastillas de leche de magnesia” – recuerdo que le recomendó -. “Es que la mujer, desde que sale embarazada, debe comer bien y de cuando en cuando tomar vitaminas” – me comentó -. Los casos graves eran remitidos al médico, y nunca se ha atrevió a recetar penicilina. “Las reacciones en el cuerpo son diferentes: es peligroso” – me dijo.
Los jarabes que se han hecho por décadas en la farmacia son el balsamito, la esencia coronada y el de hierbabuena, que son efectivos contra el dolor de estómago; pero el tónico y el agua de quina hacen que nazca el pelo. El invento de doña Carmela se llama Espíritu de Ciguanaba, ungüento que cura las inflamaciones, el reumatismo y los dolores artríticos.
En toda la región, mucho antes de que existieran las boticas, fueron las enfermedades asmáticas y las intestinales las más frecuentes. En 1940, el padre Ayala atribuía esas dolencias al hecho de que la ciudad era húmeda y a que en verano azotaban vientos cargados de polvo.
Honor a aquellos que hicieron de la medicina un medio para sanar y probaron con lo que la naturaleza les ofrecía para curar. Era el tiempo de la creatividad, en donde aprender de memoria era perpetuar una práctica útil.
* Doña Carmela Abarca. Murió pocos años después que me entrevisté con ella. Era una señora increíblemente querida en el pueblo, en sus municipios, cantones y caseríos; muchos coterráneos que ahora viven en los Estados Unidos recuerdan a esta noble señora y su farmacia, de una manera muy especial y grata.