De cuando los campesinos pasaban por Ilobasco rumbo a las cortas de café

Hombres y mujeres que iban de camino 'a las cortas' arribaban al pueblo con sus alforjas, canastos, petates, tecomates, corvos y cumas, y no les faltaba su 'tanate' de ropa. (Foto archivo/cortesía)

Por Ramón Rivas

Cultura – Hasta 1970, ya entrado noviembre, cientos de campesinos de los pueblos aledaños a Ilobasco, entre estos: Cinquera, Jutiapa, Tejutepeque, y hasta de aquellos lugares allá en los cantones de Chalatenango y de poblados como Potonico, Cancasque, Dulce Nombre de Jesús, San José los Ranchos y de los diez y ocho cantones del municipio, llegaban en masa a la ciudad.

Hombres mujeres y niños se abarrotaban, hasta hacerse un puñado, durante la noche en el parque y en las aceras frente al parque; y los que habían llegado primero, se resguardaban de los vientos fuertes, el sereno y frío nocturnos, debajo de los portales.

Foto de archivo / cortesía

Era el tiempo en que, desde mediados de octubre, el viento no dejaba de soplar; y entrada la noche y la madrugada una densa neblina cubría el pueblo. Era la época en que el deseo por ganar algunos centavos cortando café se hacía realidad, pues se presentaba la oportunidad de conseguir para el “estreno” de Navidad y Año Nuevo.

Las cortas de café, año con año, se habían convertido en algunos, tradición; y allá en el occidente del país, las fincas guardaban todo el tiempo la lista de la gente que estaban seguros de que se iba a mover a esos lugares fríos, boscosos y recónditos del país llegada la temporada y así sucedía.

Hombres y mujeres que iban de camino ‘a las cortas’ arribaban al pueblo con sus alforjas, canastos, petates, tecomates, corvos y cumas, y no les faltaba su ‘tanate’ de ropa.

Foto de archivo/cortesía

Familias enteras se agrupaban, recién entraba la noche, como para aplacar el frío; y muy pronto los ronquidos y los pedos se confundían con el soplido del viento que levantaba ese polvo que no se veía, por la oscuridad de la noche, pero si se sentía.

Papeles sucios, y quién sabe qué más, eran amontonados por ese inclemente viento a uno y otro lado de los andenes y más de algún recién nacido, que era parte de la caravana, lloraba a gritos, a lo mejor pidiendo comida en medio de la larga noche.

Ya, a primeras horas de la madrugada, aquella grulla de gente se disputaba los asientos de los buses, y para los que ya no había asientos iban colgados o como bultos viejos de la parrilla del techo de la destartalada camioneta rumbo a San Salvador.

En las fincas, la cosa no era mejor; dormían en el suelo dentro de rústicos galerones y las “chengas” con “frijoles chucos” no faltaban.

El día de pago, la finca se convertía en fiesta, ya que vendedores de todo y hasta circos con bailarinas y payasos ‘chavacanes’, llegaban al lugar para ver cómo ellos también se lucraban de las míseras ganancias de los cortadores.

Foto de archivo/ cortesía

Alguien me dijo que llegaban hasta hombres y mujeres que leían las manos y pronosticaban el futuro con solo mirarle a los ojos pero que para eso había que pagar. Era una lucha de sobrevivencia y convivencia entre pobres, me dijo alguien.

A pocos días de Navidad, la gente volvía a sus lugares de origen; y los centavos que habían ganado iban a parar a los almacenes en Ilobasco o a las farmacias ya que muchos, sobre todo los niños volvían enfermos.

En los negocios de los turcos abundaban sombreros, barbiquejos, camisas y pantalones baratos de tricot, lámparas de mano, de gas y hasta de carburo.

En todos los demás almacenes no faltaban las telas y hasta los zapatos de hule y de cuero. Los “siete leguas” eran los más solicitados.

Foto de archivo / cortesía

Uno que otro cortador llegaba a ver los escaparates de “la Phillips”, atendida por don Saúl, allá cerca del mercado —para entonces la única casa comercial con electrodomésticos—, con la intención de comprar un radio transistorizado para escuchar su música, las tan afamadas rancheras.

Uno que otro hombre atrevido se refundía en los chalets del mercado y se afianzaba por un rato una de las prostitutas que quizá por solidaridad, o a lo mejor por lástima, hasta cobraban la mitad por el atrevimiento.

Foto cortesía

La caravana volvía a sus lugares de origen donde eran recibidos con tamales, chaparro, marquesotes, quesadillas y hasta con cohetes, pero solo los que tenían suerte volvían bien de salud.

El frío en los cafetales era para ellos indescriptible. Lo ganado ya había sido gastado, primero en las tiendas de la finca y luego en Ilobasco; y ahora solo les quedaba esperar hasta que los vientos de octubre, y con ello el pasar de los azacuanes, les diera otra vez el aviso de que la temporada de las cortas de café estaba por llegar.