Por Ramón Rivas
Hasta más o menos 1930, en Ilobasco, además de los alcaldes, los regidores, los alguaciles, también conocidos como comisionados cantonales, existía el gobierno militar formado por un comandante, un sargento, la compañía de a pie y de montados, que se encontraban acantonados en el cuartel de la floreciente ciudad, precisamente a un lado del hoy ex cine Palace.
En cada cantón había comisionados, los que a su vez citaban a los hombres del municipio cuando se tenía que integrar una determinada misión ordenada por el alcalde o el sargento. Los mismos comisionados eran los encargados de organizar la patrulla, campesinos lugareños que en forma desalmada se encargaban de cumplir al pie de la letra las órdenes. Eran ellos los que amarraban y golpeaban a los dueños de sacaderas, y no les importaba que fueran hasta sus mismos familiares.

Los patrulleros, en determinados períodos del año, se encargaban de perseguir y capturar, a como diera lugar, a sus mismos coterráneos, para luego ser remitidos a prestar servicio militar en los diferentes cuarteles, de los que abundaban en el país.
En Ilobasco había toda una jerarquía en lo referente a los que celaban por el orden del lugar: Así, los jueces de Paz eran siempre miembros del partido en el gobierno, y los secretarios en los juzgados eran sus vigilantes, ordenanzas solapados; y durante las fiestas hasta servían de meseros de los diputados, a su vez, el alcalde hacía lo mismo con los diputados del lugar.
Los secretarios del juzgado y la alcaldía eran empíricos; podían ser zapateros, albañiles, etc. Su deber solo era firmar; y si no podían se les permitía poner sus huellas digitales. Se cuenta que, una vez, en el reconocimiento de un cadáver, la descripción de juez decía que “el muerto tenía los ojos con rumbo al infinito”.

Los funcionarios eran miembros activos de los partidos políticos. Fueron varias las veces que nombraron a un juez que no podía leer ni escribir; pero sí podían firmar, y eso era suficiente.
Hasta 1960, los alcaldes eran los que nombraban a los policías. También, en esa época, los diputados mandaban, quitaban y ponían autoridades en el pueblo. Por ejemplo, en Ilobasco, don Miguel Arévalo Peña, siendo diputado por el Partido de Conciliación Nacional, PCN, en la década de los sesenta, cambió la solemnidad de la fiesta de la Inmaculada Concepción, en diciembre, para dársela a la fiesta de San Miguel Arcángel, en septiembre (el mes de su onomástico)
Los jueces reconocían cadáveres, inspeccionaban terrenos, y esto, algunas veces, se daba a “control remoto” desde la oficina. La cuestión es que el secretario del Juzgado preguntaba, en el lugar de los hechos, si había persona alguna dispuesta a servir de testigo. De peritos se buscaba a dos personas honorables del pueblo, que supieran leer y escribir; y ellas se encargaban de señalar las heridas del muerto. Se buscaba informantes de credibilidad.

Entre los hombres notables que informantes me pudieron mencionar y que varias veces sirvieron como jueces de paz están figuras como don Roque Osorio, don Tomás Ticas, don Eulalio Guardado, don José Parker y el doctor Adalberto Sotero Orellana, hombre de gratos recuerdos para muchos por su destacada labor como uno de los primeros dentistas en ese Ilobasco de mis recuerdos.
Pero seguramente hay muchas más personas que sirvieron constantemente, como jueces de Paz. Ser juez de paz no era tarea fácil el mismo tenía que estar a la disposición las 24 horas del día. El primer médico forense fue don Magdaleno Abarca, y le siguió el doctor Gustavo Marenco.
Los jueces hacían lo que comunicaban la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda, y se basaban en los informes que dejaba el denunciante. Para proceder, era importante la opinión del sargento de la Guardia Nacional para poder pasar el caso al Juzgado de Primera Instancia (Juzgado Superior). Se trataban casos como robos y homicidios (por lo general a machetazos).

Era la época en que pobladores del cantón Las Huertas, Santa María de los Milagros y San José Caleras, llegaban y se mataban entre familias durante las fiestas en el pueblo. Hacían su propia justicia. Se mataban en los alrededores de las cantinas, en el parque central o a las salidas del pueblo.
Hasta los primeros años de 1990, los jueces eran nombrados a «dedo». Se suponía que el puesto era alcanzado por méritos, pero la realidad era diferente.