Por Guillermo Mejía
La sociedad demanda una comunicación que esté en consonancia con los derechos y aspiraciones de los ciudadanos, más que en función de intereses políticos o comerciales privados o de grupo, que ponga en crisis la concepción liberal tradicional del papel del sistema de comunicación colectiva y abra espacios a la participación.
En general, la oferta mediática –con rarísimas excepciones- se basa en la construcción de agendas temáticas y de actores que están en la órbita del poder y, por ende, hablan en función de esos intereses, llámese de gobernantes de turno o de políticos y empresarios, que en conjunto pregonan discursos muy alejados de los intereses populares.
Al grado que, dado la ausencia de un pensamiento crítico o desde una perspectiva popular por motivos que todos conocemos, se ha generado en la sociedad salvadoreña una conjunción de posturas alrededor de planteamientos tradicionales –ya trillados- sobre el ejercicio del poder y la democracia con base en principios filosófico-políticos conservadores.
De hecho, mucho tiene que ver la estandarización de la información que viene del mercado internacional de productos culturales –norteamericano y europeo como base- a lo que se suman los espacios del gobierno y los políticos y empresarios que comulgan con un modelo de democracia que no responde a los derechos ciudadanos y coarta la participación ciudadana.
Desde proyectos de comunicación popular, comunitaria, alternativa y participativa sería erróneo asumir la comunicación tradicional y que la perspectiva crítica se subordine en defensa de una forma de entender la democracia –representativa y elitista- en detrimento de una democracia participativa, tan importante como necesaria en la sociedad contemporánea.
Por supuesto, diferente es coadyuvar en la defensa del ejercicio periodístico profesional frente al poder, y los diferentes intereses de grupos hegemónicos, que debe ser tarea de medios, periodistas, organismos no gubernamentales y población en general, aunque siempre se mantenga la demanda a recibir calidad de información y se permita la generación de opinión democrática.
Hay que tomar en cuenta que, en el pasado reciente y en medio de la guerra civil, desde diversos medios de comunicación muchos periodistas asumieron el compromiso con la defensa del derecho a la información ante las amenazas de los gobiernos de turno –por ejemplo, en el del presidente Napoleón Duarte (1984-1989). Sin embargo, esos espacios de información y opinión fueron bruscamente vetados y muchos comunicadores lanzados a la calle con el ascenso del ultraderechista Alfredo Cristiani, del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).
Los empresarios de los medios y los políticos recién llegados dejaron bien claro a los periodistas que las cosas no iban a ser iguales que con la democracia cristiana de Duarte, porque ARENA había llegado al gobierno. Y, pues, la guerra civil continuó hasta firmar la paz, en 1992, en unos acuerdos en que en ningún momento se consideró el problema del ejercicio profesional del periodismo y el derecho a la información y la comunicación de los salvadoreños.
Fue una época en que los mismos Estados Unidos, que le dio a los gobernantes un millón de dólares diarios para la estrategia contrainsurgente ante un guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) fortalecido, también hizo su parte para querer aparentar que se vivía en democracia y le apostó a la creación de espacios informativos y de opinión con la llegada de asesores vinculados a la CIA. Pero, al final, desecharon a Duarte –la corrupción en su gobierno lo terminó de hundir- y ARENA se convirtió en el administrador de turno de los gringos.
A partir de ese contexto, es necesario que los periodistas y la población en general, no caigan ante los cantos de sirena de gobernantes de ocasión y sectores de poder tradicionales que arrastran aguas para sus propios molinos, sin responder a las demandas de amplios sectores de la sociedad y que, por pleitos intestinos, invisibilizan los problemas estructurales que nos aquejan.
Como nos nutre el teólogo laico brasileño Edward Guimarães, en la revista alternativa católica Punto de encuentro, sobre los desafíos de la comunicación popular y comunitaria en el presente: “La pandemia hizo visible, imposible de esconder bajo la alfombra, la gravedad de las contradicciones provocadas y perpetradas por la perversa desigualdad social”.
“Desigualdad que se ha visto agravada por una lógica dominante y sistémica de concentración de ingresos, bienes y poder sociopolítico en manos de unos pocos. Es la lógica del sistema hegemónico en la actual etapa de desarrollo del capitalismo la que se puede caracterizar como ‘neoliberal de doble cara’: una financiera, especulativa y perversamente improductiva y la otra agroindustrial, extractivista y terriblemente destructiva y antiecológica”, agrega.
Según el también educador universitario, es muy triste, pero éticamente necesario, enfrentar la situación que estamos viviendo. El coronavirus no es la única pandemia entre nosotros: “Hay ‘otros virus’ mucho más agresivos y mortales que el COVID-19”.
Y detalla: “Una parte muy significativa de la población de países pobres, injustos y desiguales se ha visto diariamente amenazada por la pandemia del virus de la indiferencia social; por la pandemia del virus de la banalización de la vida y del descarte a las personas pobres e indeseables; por la pandemia del virus de la miseria y el hambre; por la pandemia del virus de la ganancia y la corrupción que anula la responsabilidad social del Estado y destruye las políticas públicas de defensa de la vida; por la “pandemia del virus del desempleo y la uberización del trabajo; por la pandemia del virus de la violencia contra los derechos humanos…”
Nos recuerda Guimarães que “existe una estrecha relación entre la comunicación y la educación crítica y la autocrítica sobre la que es necesario reflexionar. La mejor forma de asegurar una buena comunicación es la defensa de una educación pública crítica y autocrítica de calidad. Cuando se garantiza a todos, a nivel familiar, escolar, religioso y social, un acceso amplio para todos a una educación de calidad, se crean mecanismos de autonomía, empoderamiento y autorregulación popular”.
“Con educación crítica y autocrítica, se abren los ojos, las personas se vuelven mejores. Empiezan a tener más autoestima y a ser más exigentes en todos los niveles consigo mismos y con los demás. Se vuelven más sensibles y atentos al nivel ético en la defensa colectiva de sus derechos y cumplimiento de sus deberes”, sentencia el teólogo laico brasileño.
Qué bueno sería asumir desde la comunicación y la información –tan importantes en la sociedad- el compromiso con los derechos y aspiraciones ciudadanas por encima de los intereses y caprichos de gobernantes y sectores de poder tradicionales que, eso sí, temen a que la gente realmente reconozca el papel que le corresponde en la construcción de una auténtica democracia.