Por Guillermo Mejía /colaborador Voz de la Diáspora
El Salvador – Camino hacia las elecciones generales de 2024, cuando se elegirán presidente, vicepresidente, alcaldes y diputados, los ciudadanos fueron relegados otra vez de la posibilidad de participar del debate de los candidatos a los cargos respectivos, en especial la presidencia de la República, contrario a lo debería ser dentro de una democracia.
En el actual sistema electoral, controlado por los mismos políticos contendientes, nunca se ha considerado la necesaria confrontación de ideas y programas de los candidatos como sucede en otros países, donde al menos temas tan cruciales como los políticos, económicos y sociales son abordados en el espacio público.
Y, como es usual, aún muchos ciudadanos están adormecidos con que la “mejor arma es el voto” y que basta acudir “cívicamente” a las urnas en cada período de elecciones, para olvidarse luego del hacer/deshacer de los gobernantes que en general privilegian intereses particulares por encima de los de las amplias mayorías.
Sin embargo, esa penosa situación tiene su explicación.
Por una parte, el debate de ideas y programas en realidad no es prioridad en los contendientes, mucho menos el que se siente seguro del triunfo electoral, que sigue los consejos de los gurús del marketing político sobre la negativa al encuentro con los demás, ya que su asistencia oxigena a los adversarios políticos.
Para el caso, ni cuando triunfó en las elecciones presidenciales de 2019 ni en la actual campaña electoral, el presidente Nayib Bukele ha asumido la necesidad del debate de ideas y programas, mientras sus adversarios en aquella ocasión y ahora -diezmados y sin acceso a la deuda política por parte del Estado- tímidamente han invitado a la discusión pública.
Al contrario de la apertura al debate, Bukele dirige su acción política a través de las redes sociales, pero sin descuidar su participación en los medios tradicionales. A su campaña en medios estatales se une la presencia de su discurso en medios privados afines e incluso últimamente utilizó frecuentemente las obligatorias cadenas de radio y televisión.
El problema es que más allá de las expectativas de los contendientes dentro del proceso electoral se entiende que en una democracia el soberano tiene que recibir los insumos adecuados, para que sabedor de las propuestas políticas, económicas y sociales, entre otras, emita un voto más razonado frente a la manipulación emocional.
Por otra parte, existe la domesticación de los ciudadanos frente al discurso dominante de los políticos y estrategas del marketing político, con la complicidad del sistema de medios de difusión, en creer a pie juntillas que los resultados de las encuestas de opinión encierran lo de por sí complejo de la generación de la opinión pública.
Se imprime la idea de si las “encuestas hablan” por supuesto que no es necesario, mucho menos legítimo, que exista el debate de ideas y programas por parte de los candidatos, a la vez que no existe una postura crítica dentro de la sociedad frente a las posibilidades y limitantes de esos estudios, en especial la forma en que son construidos.
Al grado que la suplantación de los fundamentos de la democracia por los resultados de las encuestas de opinión muestra un círculo vicioso que atrapa a la sociedad salvadoreña de mano de sus políticos, sin que importen sus posturas ideológicas, a lo que se suma una cobertura periodística acrítica y condicionada que les sirve de altavoz.
De esa manera, se torna de sentido común, malicioso por supuesto, hacer creer a la colectividad que lo más importante son los niveles de aceptación/rechazo que revelan los resultados de sondeos y encuestas de opinión cuando en general son fruto de estrategias de marketing político que implican manipulación deliberada por grupos de poder.
Dentro del actual proceso electoral, la sociedad salvadoreña debería asistir y participar en el debate de temas de importancia como la legitimidad de la reelección presidencial, el Régimen de Excepción, el negocio de los políticos con las pandillas, la transparencia y acceso a la información pública, la situación precaria de las pensiones que implica ciudadanos de primera y segunda categoría, los alicaídos sistemas de salud y educación, el imparable endeudamiento del Estado, entre otros.
Algo o mucho tienen que decir los candidatos a los cargos públicos sobre esos temas y más. Y claro significa debatir con letras mayúsculas; es decir, ir más allá de otras posibilidades como los foros que, sin bien son legítimos, no implican una confrontación profunda de ideas y programas. Además, la presencia y participación de los ciudadanos debe ser de primer orden.
Una forma de reivindicar este tipo de propuesta es la denominada ciudadanización de la comunicación, que necesariamente implica la ciudadanización de la política; en otras palabras, el involucramiento y participación de los ciudadanos en el marco del derecho a la comunicación y a la información, para ser constructores de sus proyectos de vida.
En ese sentido, la presencia ciudadana amerita ir más allá del ensueño de las redes sociales y otras posibilidades que facilitan las nuevas tecnologías, que por cierto son bienvenidas, pero que a la par de que implican esfuerzos que se pierden en su caducidad instantánea no necesariamente significan una educación política con carácter por parte de la ciudadanía.
Ciudadanizar la comunicación implica que el sistema mediático asuma también el compromiso por apostarle a esa educación política y promueva el involucramiento ciudadano en los espacios mediáticos, para coadyuvar al fortalecimiento de la comunicación y la información, a la par de –ahora sí- la acción comunicativa aprovechando, por ejemplo, las nuevas tecnologías.
En ese marco, podemos imaginarnos la forma en que se pueden vivenciar los procesos electorales, en los cuales ya no solo asiste el ciudadano como un espectador del quehacer político o consumidor de espacios o programas, sino partícipe de los mismos y donde queda establecido su ejercicio ciudadano.
La comunicadora colombiana Ana María Miralles, experta en comunicación ciudadana, nos recuerda las posibilidades de este tipo de proyectos comunicativos: la instauración de procesos de deliberación sobre agendas de temas surgidas precisamente de los ciudadanos, a la vez que la confrontación de ideas y programas por parte de los actores políticos con la participación de los públicos.
Miralles explica: “Dar voz pública a la ciudadanía, pasa necesariamente por procesos deliberativos de formación de opinión pública, que se constituyen en toda una práctica pedagógica, con un sentido renovado de la política que ya no estará exclusivamente en manos de los ‘políticos profesionales’ y que no necesariamente tiene que pasar por la instituciones creadas en sistemas representativos, sino que se mueve en espacios más abiertos y definidos desde un punto de vista predominantemente cultural, más cerca de los sistemas simbólicos de la gente”.
Llegar a ese estadio significaría un cambio radical en la forma como se asume el papel de los ciudadanos, tanto en la comunicación como en la política, además del compromiso de parte de los mismos políticos y el sistema de medios de difusión frente a la ciudadanía. El golpe de timón, pues, obliga a ciudadanos, políticos profesionales y comunicadores/periodistas.
De lo contrario, el ciudadano seguirá de simple espectador y consumidor de las estratagemas de los encantadores de serpientes.